Imagen de la campaña de CCOO.
Este año, caracterizado por los duros efectos de la crisis económica que venimos padeciendo desde finales de 2007, se ha cobrado día a día importantes cifras de destrucción de empleo y se ha alimentado de los recortes en los derechos de los trabajadores y la precarización de las relaciones laborales. Las reformas realizadas por el Gobierno de España colocan a los trabajadores y trabajadoras en una situación más precaria, frente al mayor poder del que dota a los empleadores.
La necesidad de crear empleo propicia que otras obligaciones o deberes para con los trabajadores cedan en importancia. El estímulo a la creación de empleo y riqueza contribuye, en cierta manera, a que las autoridades sean más laxas al exigir el pago de sanciones por infracciones o que los controles sean menos exigentes.
Las reformas legales y el impulso de las medidas preventivas desde la entrada en vigor de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, y de los de programas nacionales o territoriales para el estudio y control de los daños del trabajo, han propiciado el descenso continuado de los índices de siniestralidad.
Pero hay que tener en cuenta que durante los últimos dos años, con la crisis, ha disminuido la intensidad de mano de obra en sectores de mayor riesgo y accidentalidad, a la vez que se ha expulsado del mercado a los trabajadores temporales o que reforzaban las demandas en momentos de mayor intensidad de trabajo. Todo ello contribuye al descenso en las cifras de daños, pero no nos puede llevar a bajar la guardia; las circunstancias de un momento de baja productividad no nos pueden hacer confundir la perspectiva y que tengamos la idea de que se ha ganado la batalla frente a la siniestralidad. Siguen registrándose cifras elevadas e inaceptables de accidentes y enfermedades profesionales.
En España fallecen cada día 2 trabajadores como consecuencia de su actividad laboral, 13 sufren un accidente de trabajo grave durante su jornada y 1.503 un accidente leve. Igualmente, cada día 46 personas son víctimas de una enfermedad profesional en España. Todo ello sumado a un creciente subregistro de enfermedades y ocultación de daños. Por tanto, sin un sistema bien asentado de prevención, con la implicación de todos los partícipes, no obtendremos unos resultados donde la ausencia de daño sea el objetivo de excelencia.
No es concebible que la declaración de enfermedades profesionales con baja haya disminuido en paralelo a la caída de los accidentes, ya que en el caso de las enfermedades, desde la exposición a los efectos, existe un periodo de latencia de años, por lo que no se puede manifestar un resultado tan evidente de descenso en tan corto espacio de tiempo tras la exposición. Cuanto más si tenemos en cuenta que las enfermedades profesionales sin baja, es decir sin coste, han aumentado enormemente.
Tampoco es de recibo que la epidemia de los expuestos al amianto quede silenciada en el duelo de las familias que pierden a sus miembros sin que exista una compensación, un reconocimiento, una acción colectiva y un trabajo serio y en profundidad para poner coto a este problema de salud pública y tratar adecuadamente a las víctimas, cuyo único "delito" fue convivir con unas materias y sustancias que fueron minando su integridad física. Lo mismo que con los enfermos por el amianto ocurre con los cánceres laborales, la sensibilización por exposición a químicos… Pese a que Sanidad reconoce más de 12.000 muertes anuales por cánceres profesionales, la falta de registro y conocimiento exhaustivo de sus causas hace que la prevención y reducción de este tipo de morbilidad sean muy difíciles.
Nuevos ámbitos con riesgos laborales
Las malas condiciones de trabajo están privando de calidad de vida a los expuestos, que ya no sólo se ciñen a los trabajos en sectores conocidos como la minería, sino que han aflorado más casos en otros ámbitos, como la construcción, la manufactura industrial y otros. Las hipoacusias o sorderas profesionales, los problemas osteomusculares, son dolencias físicas que castigan inexorablemente a los trabajadores y trabajadoras, y que deben ser objeto de atención prioritaria por los poderes públicos.
Hoy día se tiene consciencia de otros daños que, aunque denominamos emergentes, siempre han acompañado al ser humano en su actividad productiva, los denominados riesgos psicosociales: trabajo a turnos, ritmos de trabajo a demanda, la competitividad, la retribución por objetivos, la precariedad y alta rotación en los empleos, la falta de seguridad en los puestos de trabajo, el desempleo… Todos modelos de empleo y de organización del trabajo que propician que las empresas sean caldo de cultivo de "agentes patógenos" que producen enfermedades como: el estrés, la fatiga crónica, el envejecimiento prematuro, el síndrome del quemado o la violencia en el trabajo.
El objetivo de crear empleo para dar trabajo al mayor número de personas activas que carecen de una ocupación remunerada, no nos puede llevar a bajar la guardia. Aunque dicho objetivo es inaplazable, también lo es el garantizar que quien va al trabajo vuelva en las mismas condiciones físicas y psíquicas en las que fue; es más, el trabajo ha de servir para que las personas satisfagan sus necesidades de forma digna y razonable. Para ello, las condiciones de trabajo han de permitir la participación constante y la manifestación permanente de los aspectos de mejora por parte de quien realiza la actividad productiva, con el fin de aumentar la seguridad.
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